domingo, 11 de marzo de 2012

Mi derrotero de Grecia. Trizonia

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Hay un sordo ruido del pasado
algunas imágenes entrevistas del futuro
Hay una sombra que cae sobre nosotros
como si no tuviera dónde ir
Hay tú
Hay yo
Dos visitantes de este siglo
olvidados por todos.
Dos vencedores sin victoria.
 

Nikos Dimu


 
Lo que tantas veces he dicho y que más me alivia de Grecia, es que las cosas no cambian a la velocidad cuántica; hecho por el cual, por otro lado, se la vilipendia. Puedes volver tras 20 años y encontrarlas perfectamente reconocibles. Un bálsamo para espíritus atribulados. Así que inicio, o más bien continuo, con la serie de relatos de  mi antiguo derrotero griego, aunque solo sea para rescatar preciosos dibujos y hermosos recuerdos. No me pidáis que sea precisa en las fechas; dejémoslo en hace mucho tiempo y ahora; todo mezclado.
He hecho este recorrido muchas veces; este mismo año, dos. Pero no es posible evitar la primera vez, la comparación ingenua con los recuerdos selectivos. Así que navegar por estas aguas y volver a entrar en estos puertos tiene un poco de psicoanálisis, de catarsis, de empezar de nuevo, de enamorarse otra vez;  ya no tanto de la hazaña y del descubrimiento, o del de abrir los ojos bien abiertos para no perdernos nada. Ahora se puede mirar con otros ojos, entrecerrados, con mirada sesgada; o sin ojos.

La isla de Trizonia fue, la primera vez que navegamos por Grecia, una de nuestras etapas en el golfo de Corinto. Era lo más aislado que se podía esperar para una isla a solo 4 millas del continente. Como siempre en este país, había una barca; una barca primordial que unía  la isla con la tierra firme, donde había coches y vida, poca;  donde no se encontraba  todo paralizado, inmovilizado y congelado, sobre todo cuando los blancos montes divinos vomitaban su gélido aliento, como aquellas navidades de hace tanto tiempo. Y la barca iba y venía;  venía e iba, con verduras, panes, maderas, ovejas, turistas, peces, popes, señoras de pañuelo negro, cestas de huevos, patatas… todo, todo lo que una isla pueda necesitar. El Parnaso congelaba la escena, como en una película de Theo Angelópulos. Tan congelada que 20 años después  nadie ha construido un puente, ni un túnel y la barca primordial sigue yendo y viniendo como el péndulo de Foucault, así que sentarse en una taberna y verla alejarse como un punto y retornar, como otro punto y adivinar que traerá en este viaje, es una estupenda forma de hipnotizarse.


trizonia+1.jpg.Mi derrotero de Grecia. Trizonia


Al otro lado del puerto, un letrero decía: Yatch club. Hacia allí nos encaminamos, con unos amigos que habían venido a pasar las fiestas con nosotros; allí donde jamás en mi país y con ese nombre, se me hubiera ocurrido ir; pero dada la atmosfera inmóvil y la ausencia de paseantes nos pareció una buena forma de tomar contacto con el lugar. Como todo club, era inglés. Y era como podéis imaginar…muy inglés.; muy gorgeous; un sitio para degustar un té delicius y donde  intercambiar información con otros navegantes, no griegos, acerca de Grecia. Oh my god, that’s Greece, isn’t that? Mientras se hacía la colada o se ojeaba el último numero del Yatching Monthly . Pero bueno, era great; cumplía su función.






Mucho después, cuando he vuelto a Trizonia, el club se veía abandonado, con su letrero de club casi ilegible y con un extraño olor a tristeza. Me interesé por su historia y descubrí que había un libro titulado Lizzie’s Paradise. La tal Lizzie era una inglesa de mediana edad que decidió remprender su vida, tras una grave enfermedad, en Grecia. De forma, casi casual, encontró una casa en Trizonia, la compro y la convirtió en un club náutico. El libro relata las vicisitudes de Lissie y su hija Allison para poner en orden todo aquello, en una isla sin carreteras y comunicada con el continente por la barca primordial; como subían los materiales por la montaña, los problemas con las autoridades griegas y un sinfín de aventuras vitales; les podía llevar todo un día llevar un cargamento a la casa. ¡That’s incredible! 

Se me ponían los pelos de punta porque me acordaba de unos españoles que habían reconstruido una casa centenaria en Evgiros, en una isla del Jónico; también habían emprendido una aventura loca. La recordaba a ella subiendo por una cuesta empinada y pedregosa, con un colchón de 150 por 2 metros en la cabeza que se quedaba trabado entre los cipreses. Hay gente para todo.

Lizzie abandonó el negocio, pero lo continuó su hija Allison, el club se hizo famoso y todo navegante que se preciara se dejaba caer por el lugar. El lugar debió ver tiempos gloriosos; sobre todo cuando se comenzó la construcción de una marina en su puerto; marina que nunca cumplió su función, pero que se llenó de barcos viajeros, que gustaban de la charla en el club.

 El final de la historia es triste, como ese extraño olor que deja la casa cuando pasas por su lado. Allison apareció un día muerta sin que nadie sepa a ciencia cierta cual fue la causa.

Creo que está en venta. Lo digo por si alguien quiere remprender… la aventura.


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